La Inmaculada Concepción de Santa María
“Dios te salve, María, llena de gracia”
- El pecado original, aquel pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra (cfr. Gén 3, 15), es esencialmente la pérdida de aquella confianza con Dios que tenia el hombre en su estado creacional. Es la pérdida de una entidad que el hombre malbarató por la desmesura de querer actuar desligado de Dios. Al desligarse de Él, comenzó la tragedia de la historia humana en el pecado de la ambición de “ser como dioses”. Este pecado está en la entraña de no pocas de las tragedias de la humanidad.
En su misericordia por el hombre, Dios promete el restablecimiento de la amistad original. El misterio de la Encarnación del Verbo Divino constituye, en el plan salvífico de la Santísima Trinidad, el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a los hombres. Viene al mundo un Hijo, el «linaje de la mujer» que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: «aplastará la cabeza de la serpiente». Como resulta de las palabras del ‘protoevangelio’ del primer libro de la Biblia. La victoria del Hijo de la mujer no llega sin una dura lucha, que penetrará en toda la historia humana. La ‘enemistad’, anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades presentes y últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la ‘mujer’, esta vez «vestida del sol» (Ap 12, 1).
María, Madre del Verbo encarnado, se sitúa en el centro mismo de aquella ‘enemistad’, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y en la historia misma de la salvación. En este lugar ella, que pertenece a los «humildes y pobres del Señor», lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella «gloria de la gracia» con la que el Padre «nos agració en el Amado», y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de la que habla la paulina Carta a los Efesios: «Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, […] eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos» (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella ‘enemistad’ con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura. - La Carta a los Efesios, al hablar de la «historia de la gracia» que «Dios Padre […] nos agració en el Amado», añade: « En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7).
Según la doctrina, formulada en documentos del magisterio de la Iglesia, esta «gloria de la gracia» se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida «de un modo eminente»[1]. En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original[2]. De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el ‘Amado’, el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla «madre de su Progenitor»[3] y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: «hija de tu Hijo»[4]. Y dado que esta «nueva vida» María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama «llena de gracia». - María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de un acontecimiento: el anuncio del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la historia de Israel, el pueblo de las promesas de Dios. El mensajero divino dice a la Virgen: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). María «se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo» (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión «llena de gracia» (Kecharitoméne)[5].
La expresión «llena de gracia», es una verificación significativa precisamente en el pasaje anteriormente citado de la Carta a los Efesios. Si, después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también «bendita entre las mujeres» (cfr. Lc 1, 42), esto se explica por aquella bendición de la que «Dios Padre» nos ha colmado «en los cielos, en Cristo». Es una bendición espiritual, que se refiere a todos los hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad («toda bendición»), que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre el Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final del mundo: es para todos los hombres. Sin embargo, esta bendición se refiere a María de modo especial y excepcional: fue saludada por Isabel como «bendita entre las mujeres».
La razón de este doble saludo es que, en el alma de esta «hija de Sión», se ha manifestado, en cierto sentido, toda la «gloria de su gracia», aquella con la que el Padre «nos agració en el Amado». El mensajero saluda, en efecto, a María como «llena de gracia»; la llama así, como si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro: «Miryam» (María), sino con este nombre nuevo: «llena de gracia». ¿Qué significa este nombre? ¿Porqué el arcángel llama así a la Virgen de Nazaret?
En el lenguaje de la Biblia «gracia» significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cfr. 1 Jn 4, 😎. Fruto de este amor es la elección, de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en Cristo (cfr. 2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del hombre, es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del hombre «con toda clase de bendiciones espirituales», aquel «ser sus hijos adoptivos … en Cristo» o sea en aquel que es eternamente el «Amado» del Padre.
Cuando leemos que el mensajero dice a María «llena de gracia», el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las «bendiciones espirituales en Cristo». En el misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del mundo» como aquella que el Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este «Amado»eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda «la gloria de la gracia». A la vez, ella está y sigue abierta perfectamente a este «don de lo alto» (cfr. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación»[6].
Notas del texto
- [1] Cfr. Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1856): Pii IX P. M. Acta, pars I, 616; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesía Lumen gentium, 53.
[2] Cf. Germán. Cost., In Anntiationem SS. Deiparae Hom.: PG 98, 327 s.; Andrés Cret., Canon in B. Mariae Natalem, 4: PG 97, 1321 s.; In Nativitatem B. Mariae, I: PG 97, 811 s.; Hom. in Dormitionem S. Mariae 1: PG 97, 1067 s.
[3] Liturgia de las Horas, del 15 de Agosto, en la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, Himno de las I y II Vísperas; Pedro Damián, Carmina et preces, XLVII: PL 145, 934.
[4] Divina Comedia, Paraíso XXXIII, 1.
[5] Sobre esta expresión cfr.: Orígenes, In Lucam homiliae, VI, 7: S. Ch. 87, 148; Severiano De Gabala, In mundi creationem, Oratio VI, 10: PG 56, 497 s.; Juan Crisóstomo (pseudo), In Annuntiationem Deiparae et contra Arium impium, PG 62, 765 s.; Basilio De Seleucia, Oratio 39, In Sanctissimaé Deiparae Annuntiationem, 5: PG 85, 441-446; Antipatro De Ostra, Hom. II, In Sanctissimae Deiparae Annuntiationem, 3-11: PG, 1777-1783; Sofronio de Jerusalén, Oratio II, In Sanctissimae Deiparae Annnuntiationem, 17-19: PG 87/3, 3235-3240; Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 7: S. Ch. 80, 96-101; Jerónimo, Epistola 65, 9: PL 22, 628; Ambrosio, Expos. Evang. sec. Lucam, II, 9: CSEL 34/4, 45 s.; Agustín, Sermo 291, 4-6: PL 38, 1318 s.; Enchiridion, 36, 11: PL 40, 250; Pedro Crisólogo, Sermo 142: PL 52, 579 s.; Sermo 143: PL 52, 583; S. Fulgencio De Ruspe, Epistola 17, VI, 12: PL 65, 458; S. Bernardo, In laudibus Virginis Matris, Homilía III , 2-3: Bernardo, Bernardi Opera, IV, 1966, 36-38.
[6] Concilio Ecum. Vaticano II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
Mons. Jaume González-Agàpito