APOCALIPSIS DE JUAN: CRISTO PLENITUD DE TODAS LAS COSAS
- El icono apocalíptico de Cristo Jesús no sólo presenta al omnipotente, sino al que da a todo su sentido último: el que lo consuma todo en el drama triunfal de la exaltación de la plenitud del hombre. Este anhelo encuentra su plenitud y su consumicion en lo deseado por los filósofos existencialistas, críticos, fenomenológicos, postestructuralistas y posmodernos, y en la sociología de Max Weber.
- Es considerado uno de los tres «maestros de la sospecha» (según la conocida expresión de Paul Ricoeur), junto a Karl Marx y Sigmund Freud. Es la realitzación de la utopia que anheló San Thomas More en el gran mito de la plenitud del todo. Es una vida infinita llena de ‘Apocalipsis’. En torno a Cristo se sientan los veinticuatro ancianos. Mayestáticas figuras, portavoces de la humanidad creyente. Ciento veinticuatro mil es el número de los sellados para Dios por el ángel. En torno a ellos se remueve una muchedumbre aún mayor «de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas […]». A1 jinete sobre el caballo blanco le sigue un ingente ejército celestial. Las palmas se agitan en innúmeras manos. Se levantan coros inmensos, mares de voces. Todo está lleno de oleadas de vida. Es una especie de torrente del que continuamente se levantan estallidos, gritos e himnos de alabanza.
- Todo esto corre hacia Cristo y viene de Cristo. Así, el comienzo del capítulo 14 dice: « 1 καὶ εἶδον, καὶ ἰδοὺ τὸ ἀρνίον ἑστὸς ἐπὶ τὸ ὄρος σιών, καὶ μετ᾽ αὐτοῦ ἑκατὸν τεσσεράκοντα τέσσαρες χιλιάδες ἔχουσαι τὸ ὄνομα αὐτοῦ καὶ τὸ ὄνομα τοῦ πατρὸς αὐτοῦ γεγραμμένον ἐπὶ τῶν μετώπων αὐτῶν. 2 καὶ ἤκουσα φωνὴν ἐκ τοῦ οὐρανοῦ ὡς φωνὴν ὑδάτων πολλῶν καὶ ὡς φωνὴν βροντῆς μεγάλης, καὶ ἡ φωνὴ ἣν ἤκουσα ὡς κιθαρῳδῶν κιθαριζόντων ἐν ταῖς κιθάραις αὐτῶν.«En la visión apareció el Cordero de pie sobre el monte Sión y, con él, ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre del Cordero y el nombre de su Padre escrito sobre sus frentes. Y oí una voz del cielo, como estruendo de muchas aguas y como estampido de trueno, grande. Y la voz, que oí, era como de citaristas que tañen sus cítaras. Y cantaban como un cántico nuevo delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos […]».
- Algo, pues, innominable, que sobrepasa toda medida y comparación: voces de hombres, aguas, truenos, multitud de arpas y, sobre todo ello, algo que sube inasiblemente. Pero todo viene de Cristo y todo retorna hacia él, como al corazón mismo de la nueva creación: «Y cantaban como un cántico nuevo delante del trono y de los cuatro vivientes y de los ancianos; y nadie podía saber el cántico fuera de los ciento cuarenta y cuatro mil que fueron rescatados de la tierra» (14,1ss).
- Vida infinita brota de Cristo. Vida de gloria. Un torrente de preciosidades atraviesa el Apocalipsis. El oro fulge por doquiera: cinturones, diademas, copas, arpas de oro. Oro y blancura. Los ancianos se sientan con ropas blancas y cinturones de oro. Los ángeles en blanco lino y llevan enseres de oro en sus manos. Las imágenes griegas de los dioses estaban, a veces, modeladas en oro y marfil. Sentados sobre marmórea claridad, hubieron de ser impresionantes vislumbres de la gloria del Olimpo. En el Apocalipsis nos sale por doquiera al paso la blanca pureza y el oro refulgente.
- Mas al final aparece la gloria en un cuadro gigantesco: « Entonces vino uno de los siete ángeles […] Y me arrebató en espíritu sobre un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que bajaba del cielo, de parte de Dios, entre la gloria de Dios».
- La ciudad es para el sentir antiguo la expresión de la existencia humana cumplida: llena de vida y bienes, ordenada por la ley, poderosa y defendida, patria y autoridad, honor y bien sumo de sus ciudadanos. Pero, aquí, se nos habla de otra ciudad: la ciudad santa, que es Jerusalén, sede de la gloria de Dios y culmen, a la par, de la creación redimida.
- «Su lumbre o lámpara era como piedra preciosísima, como jaspe cristalino […]. La estructura de la muralla era de jaspe, y la ciudad de oro puro, semejante el jaspe a cristal limpio […]. Los basamentos de la muralla de la ciudad, adornados con todo género de piedras preciosas. El primero, de jaspe; el segundo, de zafiro; el tercero, de calcedonia; el cuarto, de esmeralda; el quinto, de ónix; el sexto, de granate; el séptimo, de iris; el octavo, de aguamarina; el nono, de topacio; el décimo, de ágata; el undécimo, de jacinto; el duodécimo, de amatista. Y la plaza de la ciudad de oro puro, como vidrio transparente» (21,18ss). Las imágenes pasan de unas a otras. La gloria brilla sobre la gloria. Es la plenitud de la nueva existencia que aparece y se desborda.
- Todo se transforma: » Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y el mar ya no existía» (21,1) A la manera de como el paisaje renace después de una gran tormenta, pero en un culmen santo y divino, esta nueva creación está constituida en ciudad. Ahora bien, cuenta el vidente: « Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de parte de Dios, radiante, adornada como una esposa para su esposo».
- La ciudad es esposa. Toda la creación es esposa. Un misterio inefable de amor y unión aparece aquí y va a Cristo. Él lo inflama todo de ardor divino. A él se dirige el amor del universo. En él se consuma y se torna eterno. El sólo puede responder a este amor y abrazarlo enteramente. Aquí entendemos también el timbre maravilloso de las últimas palabras del libro: « Y el espíritu y la esposa dicen: ven. Y el que lo oiga, diga: ven. Y el que tenga sed, venga y tome agua de vida de balde».
- ¿Quién es la esposa? El mundo. La creación se ha hecho núbil y llama al que ama. La esposa llama, y el espíritu llama, y por el espíritu se llama, «pues nadie puede decir: Señor Jesús, sino por el Espíritu Santo».
- « El que atestigua esto, dice: Sí, voy a llegar en seguida. Amén. Ven, Señor Jesús» (22,20s). Así, la infinita plenitud de amor, esparcida por toda la creación, retorna a este corazón de hombre. La visión del mundo se ha desvanecido. Ahí está ahora el hombre Juan, que dice: «Así sea. Ven, Señor Jesús». También se han desvanecido las gigantescas figuras en que se ha manifestado Cristo: el que camina entre los candelabros, el signo de las estrellas en el cielo, el jinete sobre el caballo, el juez sobre el trono. Todo se cifra ahora en el nombre, Jesús, con que «fue llamado por el ángel antes de ser concebido en el seno de su madre».
Jaume González-Agàpito