REFLEXIÓN PARA EL ADVIENTO
- Hoy, en casi todos los cenáculos, grupos de opinión, partidos y centros de formación se proclama que hay que encontrar la direccinalidad y el sentido de todo lo que está aconteciendo en el mundo. Debería alguien saber indicar hacia donde realmente vamos. El marxismo ha fracasado en su interpretación de la historia y en su pretendida utopía. El capitalismo ha sentenciado un alto exponente de la política mundial ha fenecido. El iluminismo, visto por los liberales históricos como el origen del progreso, fue denunciado concordemente por Jürgen Habernas y Benedicto XVI, como la fuente de las contradicciones de la cultura occidental. Las ideologías políticas han quedado obsoletas ante el avance del Islam y su presencia en occidente. La riqueza de los países del lejano oriente ha puesto en jaque las teorías del liberalismo económico. Stuart Mill y su “riqueza de las naciones” es puesto hoy en entredicho.
¿De dónde vendrá la ayuda?
El cristianismo, desde sus mismos orígenes, ha propuesto una teología de la historia. Ha afirmado que el tiempo, y con él la historia, tiene un principio y un fin, una dirección y un sentido. - El tiempo de Dios. Una concepción lineal del tiempo implica un origen genético/cósmico e inclina a presuponer una consumación final. Esa consumación puede ser catastrófica, gloriosa o ambas cosas a la vez. La cerrada concepción cíclico-repetitiva del tiempo mítico da la falsa certeza de que se tiene una intuición completa de su conjunto. El semper idem, el nihil novum sub sole son, en último análisis, un fraude. Son un pretendido antídoto contra lo inopinado de un tiempo lineal, con dirección y sentido, que no se acepta.
El cosmos todo va a su aniquilación y superación en la gloria de Cristo que, por cierto, ha de ser la nuestra. Ello conlleva una valoración muy relativa de este mundo que pasa, nos dice la segunda lectura. Contamos los días, los años, y siempre nuestros cálculos se demuestran inciertos y falsos. Durante muchos siglos el iluminado de turno ha predicho el día de la llegada de Cristo, pero, por hoy, no ha llegado todavía. Esta es la gran decepción de los milenarismos jiliásticos. El tiempo de Dios es muy diferente del nuestro: “Mil años, para él, son como un solo día.”
Otra actitud, infiltrada en el cristianismo del segundo milenio, ha sido la de olvidar la finalización escatológica de la Iglesia. El ‘retraso’ de la vuelta del Señor permitió a ciertas corrientes el olvidar o el silenciar la antítesis, inviscerada en el cristianismo, entre el ‘mundo’ y el “Reino de Dios”. Empezando por las realidades más mundanas se podía quizás llegar a Dios mismo, decían. El cristianismo se mundanizó y secularizó tanto que parecía una simple moral práctica para este mundo y el medio de acumular méritos personales para el otro (que siempre era la vida ultraterrena individual, no el Reino glorioso de Cristo). - Un mundo que pasa. Pero “el Señor no se retarda en cumplir su promesa”. Siempre está por llegar y lleva consigo a la ribera la red gigantesca de la historia del mundo. Exige atención y alerta. Exige no poner nuestra única esperanza en este mundo que pasa. Este acontecimiento del fin de los tiempos ha de ser proclamado desde un “alto monte”: como un mensaje de alegría. Es decir, en griego, como un eu-angelion (evangelio). Sin él, el cristianismo queda cojo y manco en su misma esencia. La confusa historia del mundo con sus colinas y valles – siempre senderos tortuosos – se revelará al final, ex parte Dei, como la vía llana y recta sobre la ha que pasado su providencia. La historia, que intramundanamente parece correr al encuentro de inmensas catástrofes, es, vista desde su fin, como una senda segura y amiga. El hecho que el fin del mundo, visto intramundanamente, será catastrófico no turba el plan de Dios ni la confianza de los cristianos. Para ellos, la destrucción de Jerusalén fue el primer ensayo. Únicamente tienen que tratar de ser, cuando Cristo venga, hombres y mujeres “sin mancha” y llenos de paz. Preparar su llegada es preparar esa paz.
- Aparición del Bautista en el Adviento. El contexto del mensaje del Bautista lo hallamos en Isaías. El mensaje de esperanza es demasiado grande para ser actuado inmediatamente. Pase que los israelitas deportados puedan volver desde Babilonia a su patria y reconstruir su templo. El mensaje, sin embargo, habla de otro futuro, que está acercándose inexorablemente y en el cual “todos los mortales verán la gloria de Dios”. Dios mismo recogerá la humanidad como un pastor para conducirla definitivamente a su casa. Eso será la plenitud del Reino de Dios. Eso mismo anuncia el Bautista.
Él mismo se autodenomina “una voz que clama en el desierto”. El desierto es este mundo. Hoy más que nunca. La deforestación y la desertización del paisaje religioso son inmensas. La humanidad no parece dispuesta a escuchar “la voz” y a preparar los caminos del Señor. Está atontada por el ruido desordenado de las pasiones, por los medios de comunicación de masas y por la sed del dinero. El profeta Juan aparece en un estilo sorprendentemente actual. Es lo anticultural: vestido con pelos de camello y comiendo langostas y miel silvestre. Nosotros ya estamos acostumbrados a un comportamiento parecido por parte de una juventud que protesta. Pero, también a que estos jóvenes, al cabo de pocos años, sean unos peones sumisos y obedientes en la estructura que criticaban. Es también lo que venimos escuchando en ciertos sectores de la Iglesia desde hace cuarenta años: palabras altisonantes de una teología de la liberación que se ocupa de las relaciones políticas y clama por los cambios sociales. El clamor por una Iglesia pobre y servidora. Pero una escasa vivencia de lo esencial del cristianismo. El Reino de Dios identificado con este mundo. Ya, antes, muchos fracasaron en el intento. Para el Baptista hoy sería más difícil que entonces proclamar la preparación de los caminos del Señor. En realidad muchos ya no lo esperan. Es lo de siempre: o el mesianismo milenarista de la implantación terrena del Reino de Dios, o la contrafacción calvinista y contrareformista del pacto con los poderes de este mundo. - El Libro de Isaías trae consolación y certeza. Nos propone preparar, en el desierto de este mundo los caminos del Señor. Subir a un monte muy alto para anunciar el Evangelio o buena nueva. Es el anuncio de la manisfestación de la gloria de Dios en Cristo. Anunciar que no vamos descarriados como ovejas sin pastor. Tenemos con nosotros el buen pastor que nos ama y no acurruca sobre su pecho. Él mismo és la clave interpretativa de nuestro destino. Él es la única puerta del redil. Él, manifestación presente y futura de la gloria de Dios, es el punto ómega.
Pero nosotros hemos de evangelizar. Llevar a todas partes la buena nueva. Hemos de clamar, una y otra vez, en el desierto que nos ha tocado vivir: “El reino de Dios está cerca, preparad los caminos del Señor”. Hay que prepararlos terraplenando los baches, allanando los promontorios, abriendo el camino real de la gloria del Señor.
Jaume González-Agàpito