SAN AGUSTÍN: ALMA E INMORTALIDAD

I.

  1. La palabra “inmortalidad” significa que alguien no está sujeto a la muerte, como cese de la existencia humana o como disolución de su unidad en partes. En el mundo antiguo mediterráneo, era privilegio exclusivo de los dioses. Todo ser humano era mortal en el sentido de que su principio vital (“alma”) y su cuerpo material se separaban.
    La ‘persona’ se disolvía y dejaba de existir, aunque su ‘sombra’ desgraciada andase por el Hades, que los hebreos llamaban Sheol.
  2. En los círculos relativamente ‘sofisticados’ de las escuelas filosóficas, algunos – muy especialmente los seguidores de la tradición platónica – sostenían que el alma humana, por ser una derivación del “Alma del Mundo”, era un miembro, aunque de rango muy bajo, del ámbito divino.
    Sin embargo, esto quería decir que el alma, no sólo no podía dejar de existir, sino que siempre había existido.
  3. La tradición platónica – y no ella sola – definía además el alma, con su capacidad para la deliberación y la elección racional, como la esencial identidad del hombre.
    Él era él mismo, en su alma. Y comúnmente se aceptaba que ser “anthropos” (hombre) quería decir ser un compuesto de alma y cuerpo y, además, que era función del alma el formar, animar y gobernar el cuerpo.
  4. Pero esta tradición enseñaba también que el ‘bienestar’ del alma exigía que se mantuviera desatada del cuerpo. El cuerpo (soma) era la cárcel (sema) del alma.

II

  1. Este antiguo conjunto de suposiciones, que he descrito muy sumariamente, pasaron, algo acríticamente a la tradición cristiana.
  2. Ambrosio y “los libros de los platónicos”” (Conf. 7.9.13; cfr. 7.20.26) condicionaron la comprensión que Agustín tuvo de la inmortalidad en sus primeros días de cristiano. También sus primeros escritos, después de su conversión y antes de su bautismo, en el año 387, compuestos en Casiciacum, se ocupan, hablando en general, de “la capacidad del alma de buscar y captar aquella verdad que nos llena de satisfacción”: la verdad que es la Sabiduría divina o el Verbo divino.
  3. En la última de estas obras, los dos libros de las “Soliloquia”, que continúan en una obra algo posterior, “De inmortalitate animae”, se ocupan de la inmortalidad del alma como consecuencia de su carácter de ser el “lugar” donde residen, en el ser humano, las verdades inmutables y eternas.
  4. Esto, de tal modo, que la capacidad del alma para ‘aprehender’ la verdad eterna (la “realidad eterna”, es decir, la realidad divina) es la clave esencial para su inmortalidad y la que hace al alma partícipe del ámbito divino.
  5. Este argumento esencialmente platónico y, más aún, después, plotiniano, que tiene raíces en Filón de Alejandría y que ocupa la atención de Orígenes de Alejandría, es completado con otro argumento agustiniano claramente platónico, que recurre al hecho que el alma, más que poseer la vida, es vida ella misma y, consecuentemente, no puede morir porque no puede ‘estar’ sin vida (Imm. an. 9.16; cfr. Platón, Fedón 105C-107A).
  6. Esta inmortalidad presupone que el alma es incorpórea, es decir, que existe sin dimensiones espaciales (Ep. 166.2.4) y, consecuentemente, no “se mueve” ni “cambia” respecto al tiempo. De este modo concibe Agustín que el alma reside entre el cuerpo (que se extiende en el tiempo y el espacio) y lo que es verdaderamente divino (que es inmutable y, por tanto, no es ni temporal ni espacial). Esta conclusión no era incongruente con la perspectiva neoplatónica, ni ponía en entredicho la creencia de que el alma misma fuera divina, aunque lo fuera en un sentido derivado o ‘secundariamente’.

III.

  1. Agustín vio, sin embargo, que la mera ‘persistencia’ del alma en el ser humano, no implicaba su excepción del mal (porque el alma no podía no cambiar). Y vio también que, en un esquema cristiano de las cosas, no podía haber varios grados de divinidad.
  2. Concluyó, pues, que la inmortalidad, en sentido propio, pertenece a Dios, tal y como ya había dicho el Corpus Paulinum con cierto énfasis (1Tim 6,16: “ὁ μόνος ἔχων ἀθανασίαν, φῶς οἰρ δεν οὐδεὶς ἀνθρώπων οὐδὲ ἰδεῖν δύναται· ᾧ τιμὴ καὶ κράτος αἰώνιον· ἀμήν.), y también porque a los hombres les pertenece únicamente por gracia, es decir, en cuanto pueden alcanzar y disfrutar de la comunión con Dios.
  3. Agustín nunca puso en duda que el alma es inmortal por naturaleza, pero empezó a pensar y creer que esa circunstancia era menos interesante de lo que le había parecido en sus primeros días de cristiano, de lo que opinaba la tradición pagana y también parte de la católica y que, hoy, es la clave del deísmo imperante en círculos que todavía no han caído plenamente en el agnosticismo, pero, que van a parar en él.
  4. La “inmortalidad” va significando, para Agustín, cada vez más, una elevación o la transformación de la naturaleza humana, del cuerpo y del alma por igual: era una creación restaurada o redimida, era precisamente, la “recreación” del hombre.
    No hace falta ser un gran exégeta para adivinar aquí las coordenadas del Corpus Paulinum, del Corpus Iohanneum y, especialmente, del maravilloso libro del Apicalipsis canónico neotestamentario.
  5. En todo esto se ve, claramente, por lo pronto, que:
    1). El interés cristiano es por la ‘inmortalidad’ de toda la persona, del cuerpo y del alma, y ​​no sólo por la inmortalidad del alma.
    2). En segundo lugar, que la inmortalidad escatológica cristiana para las personas humanas no era una mera incapacidad – ni del alma ni del cuerpo – de finir y de cesar en la existencia ordinaria, sino que era el disfrutar de una verdadera participación en la eternidad de Dios, en la que el propio cuerpo llegaba a ser “inmortal, espiritual e incorruptible” (Civ. Dei 20.21).

    Mons. Jaume González-Agàpito

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